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El sentido deportivo de la Cuaresma

Aquí en el hemisferio norte nos aproximamos a toda pastilla hacia la época estival, y ya sabemos todos lo que eso significa: calor, ropas ligeras (a veces demasiado), más alegría, más calentura interior, más aire libre que cálido hogar, más terrazas que bares, más libido y menos aburrimiento, más ocio y menos trabajo, menos constricción y más expansión... 

Tanto que algunos se pasan de frenada entrando a saco en el disfrute veraniego sin límites y son pasto de una naturaleza que espera que la especie se perpetúe sin importarle demasiado la calidad de las nuevas tropas; lo que busca es un gran ejército que a base de lenta selección natural -sin revoluciones, gracias- nos aproxime gradualmente a la perfección como especie sin que nos quedemos por el camino como los dinosaurios, pero no por causa de un cataclismo natural, sino por la de nuestra propia torpeza. 

Pero lo que a la naturaleza le importa un pimiento, a nosotros sí debiera importarnos, porque no es lo mismo tener hijos con un desastre de progenitores, que tenerlos con una persona con la cabeza en su sitio igual que todos los elementos que la componen. 

La felicidad y el futuro de nuestros hijos está en nuestras manos... y en nuestras hormonas. Así que bienvenida la Cuaresma -sin despreciar sino todo lo contrario su sentido puramente cristiano- para ayudarnos a controlar nuestros impulsos primarios entrenando nuestras virtudes. Porque estas fechas nos brindan la oportunidad de hacer un pequeño entrenamiento -o grande, allá cada cual con su estado de forma y expectativas olímpicas- simplemente privándonos de alguna cosilla, más o menos pequeña pero importante por lo que tenga de hábito incontrolable. 

El efecto que necesariamente se obtiene es el debilitamiento de nuestras tendencias al libertinaje mediante el fortalecimiento de nuestra libertad de no-hacer (no confundir con el wu-wei de los desorientados orientales), porque si nunca somos nosotros los que nos limitamos voluntariamente, sino que es la vida la que con sus condicionantes nos pone los límites, no seremos más que veletas movidas por el viento que nos dirige al placer... y de morros contra los arrecifes.

Yo, por poner un pobre ejemplo, además de evitar mirar lo que no debo, he vuelto a no comer carne los viernes de Cuaresma como hacía de pequeño; cierto que es un sacrificio muy pequeño con la variedad de alimentos de que disponemos hoy en día y que podría haber elegido algún otro que me costase más esfuerzo, pero creo que por este año es suficiente. 

Hablé con mi contraria de contener nuestra sexualidad en estas fechas, pero sólo lo conseguimos los viernes (y eso que la almeja es pescado y el nabo hortaliza, jejeje). Algo es algo, y aunque sea poco, sirve para empezar a prepararse para una marathón, como hizo Milón de Crotona levantando un ternero desde que nació hasta que se hizo un toro adulto.



Fortalecer nuestra libertad nos hace menos animales y más humanos, más fuertes, más resistentes a los embates de la vida, más flexibles para dejar pasar como un Steven Seagal cualquiera las tentaciones, y más rápidos para retomar el control de nosotros mismos. 

¿No es un buen entrenamiento? Hasta para los más irreverentes y blasfemos ateos debiera recomendarse, además de porque son adictos a otras mortificaciones como el gimnasio, el yoga, el mindfulness, la dieta paleo, cetogénica... Al fin y al cabo no se trata de no disfrutar del calorcito, sino de pararse un momento a observar lo que se nos viene encima, contar hasta diez antes de actuar, interponer nuestra voluntad siquiera sea mínimamente a las circunstancias climáticas que se nos avecinan. 

El futuro de la humanidad depende en parte de pequeños gestos como estos.


Las Señoras de los Anillos. (El anillo de la castidad)



T
odo lo que sube, baja. Y viceversa. Quien haya creído que el mundo acabaría pareciéndose a un nirvana islámico se equivoca. Especialmente errados andan los que no han llegado a la cuarentena, para los que la vida es una escalada inacabable en pos de las altas cimas que la imaginación promete, la vida alegre, la utopía del todo es posible, sin fin, para siempre. Demasiados adolescentes eternos han pensado que el mundo se dirigía inexorablemente hacia un paraíso de sexo indiscriminado, buena vida, poco trabajo y menos esfuerzo, auspiciado por papá Estado con los impuestos de los pobres necios currantes, los que piensan a la voz de su amo.

Pero cuando uno ya lleva suficientemente −cronológica y psicológicamente− fuera del útero materno y ha llegado a divisar todo el panorama que queda por detrás y por delante desde la cumbre, se da cuenta de cómo han cambiado las cosas, y más aún, del cambio que viene inevitablemente. No, no estoy hablando de Obama. Hace justo treintaaños éste que les escribe corría en una de las zonas más calientes de España −no, no; tampoco es lo que estáis pensando− perseguido por aquellos grises que, a lomos de sus Sanglas (¿os acordáis del chiste?), transportaban a otro que sentado hacia atrás, disparaba sus pelotas de goma contra todo aquel que asomase la nariz. Yo era muy machote, muy ágil y corría muy rápido, por eso me salvé de lucir una de esas heridas de guerra, pero no era muy consciente de lo que hacía allí; es más, visto desde hoy era un crío necio e idealista con el seso sorbido por fantasías cheguevarianas. Pero había que luchar por La Libertad, así con mayúsculas, de modo que no había demasiado que dudar, estabas con Franco o contra Franco. Ni tus padres te lo impedían.



Supe después que en esas llegó a España lo que llamaban amor libre pero no lo caté −porque en mi pueblo decían que decía el obispo que allí chingar no era un pecado, sino un milagro− y con él aquello de “La virginidad produce cáncer, vacúnate”. Se suponía que la libertad implicaba que una debía abrirse de patas tranquilamente ante el primer salido que pasase a su lado, so pena de excomunión. Por la misma regla de tres a uno le debía dar igual cagar en público cuando le viniese el apretón porque ¡qué era aquella mojigatería de las inhibiciones y el pudor!. ¡Ah, cuanta inteligencia oprimida liberó la democracia!

Hemos pasado de alejarnos como de la peste de cualquier chica que no fuese virgen a ir a Bayona a ver a Marlon Brando El último tango en París (yo no, que era quitito), y de ahí a poner a nuestros hijos delante de un aparato que vomita sexo más o menos explícito y más o menos normal, hasta en los anuncios de gaseosa; y eso por no hablar del antiguo payaso (¿o es ahora cuando realmente lo es?) Emilio Aragón & friends y su repulsiva La Secta, ésa que vamos a salvar todos de la bancarrota con nuestros impuestos. Hoy en día está de moda ser adictos al sexo, anormosexuales, exhibicionistas... y ¡hay de quien no comulgue con el credo que imparten sus obispos!.

¡Cómo se le va a ocurrir a uno ir en contra de la corriente de fondo dominante! Te tacharán de conservador, teocon, meapilas y retrógado si les pillas en un día bueno, de machista, homófobo, ultraderechista o facha si en uno regular, o te silenciarán si les tocas las pelotas. Su poder es tan hegemónico, tan abrumador que llega a asfixiar; imponen su siniestra moral, sus catecismos, biblias y profetas en todos los aspectos de la vida. Estos, los de alma perversa que dijeron luchar por la libertad entonces y ahora no quieren dejar de darse la buena vida, o se sienten tan mal en su pellejo que necesitan dominar a los demás como si fuesen sus perros, se aferran a muerte a su poder. Mientras tanto, los que entonces nos la jugamos (yo poco, todo lo más un par de mamporros) por la libertad, volvemos ahora, con poco pelo, algo de barriga y muchas canas, a volver a provocar a los grises −éstos no de uniforme, pero sí de alma− y desafiar el riesgo de llevarnos un pelotazo en la boca.

Para seguir avanzando todo vuelve, los tiranos de entonces son los oprimidos de ahora, y los oprimidos de antes, los nuevos dictadores. ¿Lo malo? que ahora también nosotros, los que nunca hemos mandado y a pesar de ello hemos defendido la libertad, vivimos bajo su bota, o mejor, bajo su ZaPato. Y si algún día la nueva corriente resulta asfixiante, los que no estemos criando malvas y otros nuevos seguiremos defendiendo la libertad individual, una vez más algunos volverán a aferrarse a su poder... y así hasta la eternidad. Es agotador, pero ¿y si no lo hiciéramos?.

Mientras tanto, disfrutemos con el espectáculo y del artículo: Vuelve la castidad.


Gracias a Lady Godiva por darme la pista del artículo en su blog.





La Madre de Todas las Crisis

Rembrandt. El hijo pródigo
Iba a ponerme a escribir sobre la última de Las Cuatro Reglas, pero el panorama casi no permite a mi mente escapar del tormento que estamos viviendo y la perspectiva de la tormenta perfecta que se nos avecina. No soy de los siniestros furibundos que creen que La Madre de Todas las Crisis significará el final del modelo económico de libre mercado, porque sé que es el mejor y único viable si está fundado sólidamente en el Cristianismo Universal (Católico), pero sí una limpieza profunda de basura moral de origen protestante que dé lugar a regulaciones legales profilácticas que nos eviten sufrir este tipo de situaciones en el futuro. 

Sólo hay que pararse a pensar en la enfermedad para entender de lo que hablo: nadie hubiera investigado el cáncer, la gripe o el sida si no hubiesen existido; y no digo que el fin justifique los medios, sino que ante lo imprevisible o inevitable, el ingenio humano tiene capacidad para sortear los avatares más desagradables que además −como efecto colateral− nos catapulta un paso más arriba en la evolución; no es la primera vez que la búsqueda de un remedio proporciona cura para otro no previsto.




Últimamente he leído, cuando la actualidad me lo permite, el retroceso en el número de divorcios y separaciones a causa de la crisis; ya se sabe, cuando uno no puede independizarse para mejor, sino para mucho peor, puede acabar por aceptar lo que antes consideraba intolerable. Normalmente una trivialidad, pero inaceptable para un adulto cronológicamente pero crío mentalmente, carente de la saludable tolerancia a la frustración y al malestar. 

Hemos estado viviendo un período en el que la oferta superaba la demanda, no porque se hubiesen reproducido clones humanos a disposición del primer necesitado que pasase por allí, sino porque todo el mundo estaba en el mercado: solteros, ennoviados y casados. Nos relacionábamos con los demás como meros objetos sustituibles de consumo: ahora cambio los puntos por un nuevo terminal, luego me cambio de compañía, más adelante me paso a uno de los baratos operadores virtuales... simple y llanamente en la mayoría de los casos porque el nuevo produto nos gustaba más. Tenía las mismas prestaciones o tenía otras que nunca íbamos a utilizar, pero ¿qué importaba arriesgarse a perder lo conocido al cambiar si el mercado estaba saturado de novedades a disposición de cualquier bolsillo


Creímos que nuestro atractivo era suficiente para acceder a cualquier producto si el actual no satisfacía todas nuestras ilusas expectativas de regre prisaico, y que liberados, podríamos continuar nuestra vida sin quebrantos o incluso en un escalón superior. 

Todo era yo-mi-me-conmigo-miombligo, y lo que no se ajustaba a mi forma se ser y ver la vida, simplemente era desechado a la primera oferta ventajosa que apareciese. La cosa tenía que acabar así, porque la inmoralidad, en tanto que principio rector del pensamiento individual y la conducta se contagia a los grupos sociales, a las naciones y a todo el mundo globalizado. 

Algunos ya avisaban de que estábamos reproduciendo las escenas clave de la caída de los imperios egipcio y romano, pero estábamos tan distraídos viendo “Sin tetas no hay paraíso” o cualquier otro panem et circencis para borderlines, que no hacíamos caso a los malagoreros de siempre: la iglesia, el Papa, los “de derechas”, los conservadores, los meapilas... 

“Yo soy el más listo”, era y es aún, aunque ya con debilitada soberbia a causa del brusco aterriza como puedas en la realidad, el mantra a repetir. O lo que es lo mismo: “No hay Dios, yo soy Dios”. 

Los liberales más dogmáticos, realmente cóctel de sano liberalismo de la Escuela de Salamanca más el insano libertinaje protestante creador de hábitos-trampa que se vuelven contra uno mismo como un boomerang, opuestos a cualquier tipo de conservadurismo de lo esencial que nos ha traído hasta aquí, como el intento de borrar las raíces cristianas (por católicas, no por cristianas, porque los hijos pródigos son los de lutero) de Europa, despreciaban el supuesto dolor que sus desvaríos reptiloides sesentayochoístas causaban a sus familias, porque su placer estaba por encima de todo y, como decía en el inefable “Tus zonas erróneas” el esotérico guru Wayne Dyer, tus sentimientos al respecto son cosa tuya, padre, madre, cónyuge, hijo o quien sea que proteste por el perjuicio que se le causa. 

A más de dos no les quedará más remedio que aceptar al cónyuge pródigo, que vuelve a casa con las orejas gachas después de haber dilapidado fortuna y dignidad, pero no me digáis que no es para mandarle al guano. 

Aunque bien visto, si también más de dos encuentran −por fin− el verdadero sentido del verbo amar, habrá valido la pena tanto sufrimiento.